lunes, 22 de octubre de 2007

El problema estético

Prepararemos esta unidad a modo de seminario con distintos grupos exponiendo y problematizando los textos. Trabajarán a partir de la antología de la editorial AZ y del libro de texto de Tinta Fresca. Los fechas son aproximadas, tanto pueden adelantarse como atrasarse



29/10-30/10

La belleza y la fealdad

GRUPO A: Alcaráz; Ávila Neubur, Méndez, Sánchez


0.
La ciencia y el imaginario de Ester
Díaz

1. La belleza platónica
Hippias mayor o Segundo Hippias de
Platón

GRUPO B: Arias, Mallea, Morán, José


2. El camino a la belleza
Banquete de Platón
3. La belleza como imitación
Poética de Aristóteles
GRUPO C: Báez, Lamarca, Ojeda, Valeri


4.
Sobre la música de Arístides
Quintiliano

5. La belleza divina
Confesiones de San Agustín


Los tres grupos (A, B y C) se apayon en "La belleza y el arte a través de la historia": La Antigüedad, La belleza medieval, El dualismo del Gótico y del Renacimiento. (Tinta fresca, pp. 164-168)







5/11-6/11

GRUPO D: Benitez, Legal, Ponce, Troncoso


6.
Crítica del juicio de Immanuel Kant
7. Lo bello y lo sublime
Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime
de Kant
GRUPO E: Beatriz, Guzmán, Paladea, Calabria


8. La novela romántica
Marianela de Benito Pérez Galdós
9. La función de la fealdad
Los ojos de los pobres de Charles Baudelaire


Los grupos D y E se apoyan también en "La Modernidad y la estética como disciplina autónoma". "El concepto de fealdad". (Tinta fresca, páginas 169 a 172)





12/11-13/11

GRUPO F: Castellano, Guzmán, Paz, Spinoso


10.Fealdad y sociedad
Teoría estética de Theodor Adorno
11. La belleza invisible
El principito de Atoine de Saint-Exupéry


Este grupo puede apoyarse también en "El concepto de fealdad" . ¿El fin de la belleza? (Tinta fresca, páginas 170 a 174)



GRUPO G: Cruz, Florio, Romano, Staiano

Las distintas funciones de la obra de arte


12. Arte y política
El origen de la tragedia de Friedrich Nietzsche
13. El arte como expresión de los sentimientos
El tiempo, gran escultor de Marguerite Yourcenar


Este grupo se apoya en la lectura de las páginas 175 a 177 de Tinta fresca.



19/11-20/11

GRUPO H: Cifaldi, Ferrero, Rodríguez, Solia


14. Arte y moralidad
El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde
15. La estética posmoderna
Escenas de la vida posmoderna de Beatriz Sarlo


El grupo H completa su preparación con la lectura de "Arte y moral" y "Compromiso político y social" (Tinta fresca, páginas 178 a 181)





GRUPO I: Carreras, De Leo, Rodas

¿El fin del arte?


16
La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica
de
Walter Benjamin
Los gustos estéticos


17.
La "distinción"
de Pierre Bourdieu


El grupo I se apoya también en su exposición en la lectura de "La reproductibilidad técnica", "La experiencia del shock en el arte", "El arte pop (pop art)", "El campo artístico", "Estética y clase social y "La cultura popular" Tinta fresca, pág.181 a 186)

sábado, 6 de octubre de 2007

Hermana Duda

Descartes, por Borges

Soy el único hombre en la tierra y acaso no hay tierra ni hombre.

Acaso un dios me engaña.

Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.

Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.

He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.

He soñado a Virgilio.

He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.

He soñado la geometría.

He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.

He soñado el amarillo, el azul y el rojo.

He soñado mi enfermiza niñez.

He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba.

He soñado el inconcebible dolor.

He soñado mi espada.

He soñado a Elisabeth de Bohemia.

He soñado la duda y la certidumbre.

He soñado el día de ayer.

Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.

Acaso sueño haber soñado.

Siento un poco de frío, un poco de miedo.

Sobre el Danubio está la noche.

Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

martes, 2 de octubre de 2007

La dominación del hombre por elhombre


¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo?
Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.
De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal.
Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las convierte en un único y último son animales.

Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad humana práctica, del trabajo, en dos aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como con un objeto ajeno y que lo domina. Esta relación es, al mismo tiempo, la relación con el mundo exterior sensible, con los objetos naturales, como con un mundo extraño para él y que se le enfrenta con hostilidad; 2) la relación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción como pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia energía física y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él. La enajenación respecto de si mismo como, en el primer caso, la enajenación respecto de la cosa.
(XXIV) Aún hemos de extraer de las dos anteriores una tercera determinación del trabajo enajenado.
El hombre es un ser genérico no sólo porque en la teoría y en la practica toma como objeto suyo el género, tanto el suyo propio como el de las demás cosas, sino también, y esto no es más que otra expresión para lo mismo, porque se relaciona consigo mismo como el género actual, viviente, porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso libre.
La vida genérica, tanto en el hombre como en el animal, consiste físicamente, en primer lugar, en que el hombre (como el animal) vive de la naturaleza inorgánica, y cuanto más universal es el hombre que el animal, tanto más universal es el ámbito de la naturaleza inorgánica de la que vive. Así como las plantas, los animales, las piedras, el aire, la luz, etc., constituyen teóricamente una parte de la conciencia humana, en parte como objetos de la ciencia natural, en parte como objetos del arte (su naturaleza inorgánica espiritual, los medios de subsistencia espiritual que él ha de preparar para el goce y asimilación), así también constituyen prácticamente una parte de la vida y de la actividad humano. Físicamente el hombre vive sólo de estos productos naturales, aparezcan en forma de alimentación, calefacción, vestido, vivienda, etc. La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico, tanto por ser (l) un medio de subsistencia inmediato, romo por ser (2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre esta ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza.
Como quiera que el trabajo enajenado (1) convierte a la naturaleza en algo ajeno al hombre, (2) lo hace ajeno de sí mismo, de su propia función activa, de su actividad vital, también hace del género algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida individual. En primer lugar hace extrañas entre sí la vida genérica y la vida individual, en segundo termino convierte a la primera, en abstracta, en fin de la última, igualmente en su forma extrañada y abstracta.
Pues, en primer termino, el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida.
El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal. Justamente, y sólo por ello, es él un ser genérico. O, dicho de otra forma, sólo es ser consciente, es decir, sólo es su propia vida objeto para él, porque es un ser genérico. Sólo por ello es su actividad libre. El trabajo enajenado invierte la relación, de manera que el hombre, precisamente por ser un ser consciente hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su existencia.
[...]
El trabajo debe ser para todos los hombres una manifestación de su personalidad (la objetivación de su personslidad); pero para el obrero es solo un medio de subistencia. El obrero solo puede conservarse como sujeto físico en su condición de obrero, ya no en condición de hombre con acceso directo a los medios de subsistencia que le ofrece la naturalez.

Marx, Karl. Manuscritos de 1844.

El hombre como lobo del hombre

Capítulo XIII
De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su felicidad y miseria
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él.
Y en lo que toca las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas sobre palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por normas generales e infalibles llamada ciencia, que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia) cuando buscamos alguna otra cosa) encuentro mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros, a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba. Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque pueden reconocer que muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán, sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a mano, y la de los otros hombres a distancia. Pero esto prueba que los hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues generalmente no hay mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente con lo que le ha tocado.
De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, puede esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero.
No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación; y esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerla en peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido. También porque habiendo algunos, que complaciéndose en contemplar su propio poder en los actos de conquista, los que van más lejos de lo que su seguridad requeriría, si otros, que de otra manera se contentarían con permanecer tranquilos dentro de límites modestos, no incrementasen su poder por medio de la invasión, no serían capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo sólo a la defensiva. Y, en consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle permitido.
Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le valore a la altura que se coloca el mismo. Y ante toda señal de desprecio o subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (que, entre aquellos que no tienen un poder común que los mantengan tranquilos, es lo suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales, por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo.
Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria.
El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es paz.
Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.
Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de tal manera los hombres y les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia, desee, no confiando en esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la misma por experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad sus acciones como lo hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de estas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará.
Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de guerra; y yo creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos lugares de América, con la excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la natural lujuria, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la brutal manera que antes he dicho. De todas formas, qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar, en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno pacífico.
Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que los hombres particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y postura de gladiadores; con las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto es, sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra. Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e justicia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuvieras solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes capítulos.
Según la versión de Antonio Escohotado, Leviatán o la invención moderna de la razón, Editora Nacional, Madrid, 1980)

El hombre como ser que piensa


De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo
Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo que si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre por ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.
Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e indubitable.
Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser?
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: «yo soy», «yo existo», es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No por cierto: pues habría luego que averiguar qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de querer explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos. Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta reunión de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo. Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso esos términos de «fingir» e «imaginar» me advierten de mi error: pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues «imaginar» no es sino contemplar la figura o «imagen» de una cosa corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras. Y, en consecuencia, veo claramente que decir «excitaré mi imaginación para saber más distintamente qué soy», es tan poco razonable como decir «ahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad y evidencia». Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas —aun contra su voluntad— y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi pensamiento, o que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que «pensar». Por donde empiezo a conocer qué soy, con algo más de claridad y distinción que antes.